- sandrabarral
mejor con un toque de locura
El argentino de la habitación contigua habla en alemán. Pesco algunas palabras, no es mi intención, no puedo evitarlo. En realidad, lo que me interesa es disfrutar del silencio matutino de mi habitación y ejercer ese viejo vicio que me delata como hija de Venus. No sé si llamarlo hedonismo, indulgencia o dolce far niente. ¡Qué más da! Me gusta mi habitación, mi cama adornada con tules que me hace sentir princesa, y quedarme bajo la cobija hasta tarde, levantarme sin prisa y disfrutar de eso, de hacer todo con calma.
Saborear el presente. Me entusiasma la agenda del día, pero también me gusta la cama. ¡Qué dilema!
Ayer le pregunté al argentino de la habitación contigua cuál ha sido el lugar que más le ha sorprendido de todos los que ha visitado. También me gustan las buenas historias y él tiene unas cuantas: Sudáfrica, India, Japón, Mongolia.
Estuvimos intercambiando anécdotas viajeras por un buen rato. ¿Cómo volver a la normalidad después de eso? Yo le comenté que lo había intentado, pero no pude. A veces te pasan “cosas” en la vida que impiden que todo vuelva a ser como antes. Y si te detienes a reflexionar, concluyes que eso es lo mejor que te puede pasar. A veces te pasa “gente”, que te rompe los esquemas, que te empuja a cuestionarte, que te muestra lo que jamás se te habría ocurrido pensar o hacer; seres reveladores, sanadores, gente que hace de espejo, que te gusta mucho o que no te gusta nada, y que en cualquiera de los casos te deja un mensaje, una nueva clave sobre quién eres. Somos de alguna forma todo lo que nos agrada y desagrada de los otros. Y siempre podemos ser más, expandirnos. Uno decide qué expande, si defectos o virtudes. Cuestión de preferencias.
Ahora me doy cuenta de que en las últimas semanas he conocido personas que han dado vueltas, cada uno a su estilo. La rusa ex bailarina del Bolshoi fue de teatro en teatro. La húngara criada en Londres va en busca de formaciones alternativas; en este momento es el turno de los caballos y los niños autistas. El alemán amante de los barcos apostó en su momento por los mares. A ese alemán le dije: enumérame 10 cosas que te llevarías a una isla desierta. Y me contestó casi sin pensar: "9 botellas de vino y protector solar". Le solté una carcajada. Reírse es saludable, reírse con alguien y para alguien. Y muy especialmente reírse de uno mismo.
Si hay algo que te revela el paso del tiempo es concluir que a menudo nos tomamos la vida demasiado en serio. Al paso del tiempo le reprocho las arrugas, las canas, algunos achaques, pero le agradezco infinitamente que me haya traído un poco de serenidad y sentido del humor. Aunque sea un poco.
El tiempo me escucha y me dice que él no me ha traído nada. Que está cansado de que le hagan responsable. Y sí, tiene razón, él no trae, no quita, no cura. El detalle está en lo que cada quien hace con su tiempo. Con ese que tenemos como regalo con fecha de caducidad incierta.
La mañana avanza, imparable. Entonces me digo: ¡Ya, suficiente! Y me levanto en busca del desayuno que me llevo al escritorio.
Tengo que transcribir dos entrevistas, mandar unos cuantos correos, pulir un par de ideas interesantes. No sobraría el aderezo de alguna nueva aventura en la agenda. Alguna de esas experiencias que solemos llamar “locura”, porque qué sentido tiene la vida sin ella. Goethe dijo “la locura, a veces, no es otra cosa que la razón presentada bajo diferente forma”. Otro poeta alemán, Wieland, escribió: prefiero una locura que me entusiasme a una verdad que me abata.
Yo, que no soy ni poeta ni alemana, digo que mientras más loca más feliz.
En fin, ¿10 cosas que me llevaría a una isla desierta? Vino no. Sin duda la primera “cosa” sería un hombre que me guste mucho. Para embriagarme de otra manera.
El protector solar no sobra. Y tendré que reflexionar sobre las otras ocho, pero luego. Después de pensar en todo lo que me queda por hacer en esta isla habitada que he elegido como destino, y de la que estoy locamente enamorada.